Una vez tomamos conciencia nos dimos cuenta de que tomar decisiones en conjunto nos traía más satisfacción, más equilibrio y nos liberaba, en este caso a los jefes, de ser los únicos responsables de una decisión acertada o equivocada.
No fue un proceso sencillo. Como os podéis imaginar el carrusel de emociones fue intenso, pero a la vez nos dio la oportunidad de conocernos en mucha más profundidad del que hasta el momento teníamos conocimiento. El primero que tuvo que responder a preguntas que hasta el momento no se habían planteado fue, en ese momento, un jefe que cargaba con la mochila de todas las decisiones.
Ser feliz era y es nuestro propósito. Y particularmente no me conformo con intentarlo, porque si nos quedamos en el intento difícilmente lo llevaremos a cabo.
Porque, entonces, si no nos ha ido mal, ¿no estamos contentos? ¿Qué necesidad tenemos de cambiar nada si con unas píldoras de felicidad ya funcionará? ¿Como hago yo para cambiar esta actitud? ¿Como consigo que los de mi alrededor sean un poco más felices? ¿me conviene a mí que sean felices? ¿Afectará la economía de la empresa que sean felices?
Recuerdo que cuando empezamos a preguntar a nuestros clientes cómo nos veían, una de las críticas que más nos sonrojó es que teníamos poca empatía con los clientes. Hay que decir que en esa época éramos un pequeño consultorio donde había muy poca distancia entre recepción y la sala de espera. De hecho, no había sala de espera sino unas cuantas sillas para que pudieran sentarse los clientes. En ese momento no le dimos importancia y pensábamos que el problema era no tener salas de espera.